I
Luego de sucesivas relecturas, José Luis consideró que su carta estaba medianamente bien escrita. En el sobre que metió al buzón estaban las siguientes líneas:
Señorita mía. Permíteme extenderte mis más sinceras disculpas, las cuales (no lo dudo) quedarán cortas ante las miles de injurias que te he causado. Espero que estas líneas (junto con otras) logren su cometido.
Chiquitita de los dientes de lata, (y disculpa la sutileza del calificativo) desde ya hace mucho tiempo que lo único que podría hacerme feliz sería una tarde y un parque no strings attached o un paseo por Boulevard a las siete o un café, si me lo aceptas, y aunque no te lo tomes.
Pollísima de cuarto de vaso a lo sumo, cuántas habrán sido las veces en que yo hubiese matado por sacarte a pasear un viernes y ahogarme pidiéndole permiso a tu madre; pues una es una señorita de bien, que regresa temprano a casa y de las fiestas, una y media como máximo.
Y sin embargo un rato cada día (…te cambiaría por cualquiera) cómo me gustaría que fueses un poco como esas muchachitas tristes que se entregan todos los viernes sin falta. Pero únicamente por que me aceptes un tinto (que siempre me rechazas) y sueltes esa lengua tuya.
Permíteme terminar esta pequeña correspondencia, quizás, alegrándote un poco. Hoy terminé El Aleph, pequeñita. Lo leí después de Ficciones, por supuesto. Yo sé que tú siempre lo quisiste así. Te quiere siempre.
José
Si bien adjetivada un tanto en exceso, a ella siempre le había gustado ese estilo suyo un tanto recargado. Lo que sí le extrañó fue haber firmado sólo con su primer nombre.
Una semana después, la carta estaba en su pórtico con un gran sello rojo que escribía: Devolver al remitente. Con esta sola excepción, la carta seguía sin abrir.
Ahogado por el posible exceso de barroquismo en sus líneas, se dejó tentar por una última revisión. La abrió, releyó y, sin mucha sorpresa, se dio cuenta de que esta tenía un párrafo de más. Si la memoria no me falla, este iba más o menos así:
La biblioteca es todo lo que tengo y tendré. Y, más que nadie, tú sabes que todo lo que soy está ahí. Soy los libros que he leído y (mucho menos) los que he escrito. El hombre es un conjunto de ayeres, no lo olvides. Te quiere siempre.
José
II
Don José Enrique Cárdenas nació en Oxapampa en el año 1931. Entre los tantos eventos de su vida (como el viaje a caballo hasta Lima) solo son necesarias algunas descripciones por motivos de esta historia.
Aunque ingeniero civil toda su vida, siempre dedicó largas horas a la relectura de los libros que guardaba en su biblioteca. Entre ellos (por nombrar algunos) dos volúmenes del Quijote con ilustraciones de Vierge, un libro sobre la guerra del Pacífico, la colección de todos los cuentos de Borges y varios tomos de filosofía europea.
Los últimos años de su vida los dedicó a escribir historias fantásticas que contaba a sus nietos. También había en la biblioteca un texto autobiográfico que titula Los días de José Enrique.
Padre de seis hijos y fiel esposo, trabajó hasta el mismo día en que falleció (tal vez muy pronto). Al partir, entre tantas otras generosidades, entregó la biblioteca entera a su nieto mayor.
III
La biblioteca es circular y, por tanto, infinita. Al final de cada anaquel hay espejos y, entre uno y otro, estatuillas de aterradoras ancianas inclinadas (con reflejos interminables). Existen oscuros pasillos que te llevan a otra biblioteca de altos anaqueles y otros que te llevan a la biblioteca de donde partiste, por lo que uno se demora un buen rato buscando las obras de Saramago (biblioteca B3) y las de Camús (B 11). La abuela a veces se jacta de haber llegado hasta la última, aunque nadie le hace mucho caso desde que falleció el abuelo.
IV
Dos acontecimientos le dieron la clave a José Luis para dilucidar el misterio. El primero fue su encuentro con Sebastian Berger -filósofo y literato- una tarde en el café Haiti.
-Yo lo veo bastante claro- comentó Sebastian- el mismo párrafo te está dando la respuesta, tienes que revisar la biblioteca.
Sebastian Berger comparaba la tinta de la carta mientras daba lentos sorbos. Él había leído a Schopenhauer y a varios místicos hindúes, por lo que estaba en capacidad de dar mejores juicios.
-Si te sirve de algo-dijo- hay en tu biblioteca un libro de Angelus Silesius con una frase subrayada: En mar se convierte cada gota cuando llega al mar.
José Luis salió corriendo a la biblioteca. Una vez allí (la memoria no me devela en cuál de todas), comenzó por revisar la obra de Silesius. Grata fue su sorpresa al averiguar que no solo esa frase estaba subrayada, sino que muchas más en todos los libros. Prosiguió, entonces, a recorrer todas las bibliotecas.
(Soy los libros que he leído)
Paró de súbito en la B13, pues una frase resaltada en el cuento de Borges “El inmortal”: Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve seré todos; estaré muerto. También la anotó y continuó. Más adelante se topó con un libro de Plotino que decía: “el actor que muere en la escena cambia de máscara y reaparece en otro papel, pero verdaderamente no ha muerto. Morir es cambiar de cuerpo como cambian de máscara los actores. José Luis ya solo las apuntaba extasiado en su libreta. Frases y frases rondaban a su alrededor. Baudelaire decía que él era la bofetada y la mejilla, y un texto de un presidente hindú (Radakrishnan me parece) decía: Debes amar a tu prójimo como a ti mismo, porque tú eres tu prójimo.
(…y los que he escrito)
El segundo acontecimiento que le develó el misterio a José Luis fue el encuentro con el tomo autobiográfico de su abuelo Los días de José Enrique. Las páginas eran de una prosa bastante sobria y pasaba revista de sus sentimientos hacia varios hechos de su vida. Sin embargo quedaría completamente pasmado al llegar a la última página, donde encontró, letra por letra, la misma carta que él había escrito.
Junto con ella estaba esta última frase:
Quizás seamos todos nuestros antepasados, pero, además, todos los hombres que han vivido anteriormente. Y quizás, por qué no, todos los que han de venir. Somos una fuente de eternidad, un conjunto de ayeres.
Borges.
Soltó el libro de un golpe y se lanzó súbitamente al piso. Lo había comprendido finalmente. Se dio cuenta de que todos los sucesos habían sido planeados, pero no por primera vez, sino eternamente. Las líneas fueron subrayadas por su abuelo, bisabuelo o sus infinitos similares; él mismo era solo una continuación. Comprendió que la vida de José Enrique estaba en esos textos y que la propia también; tanto que él y su abuelo eran una sola persona y todas las del universo al mismo tiempo. Todos: José Enrique, José Luis, Borges, Silesius, Sebastian Berger y así hasta la eternidad, eran un reflejo de esa biblioteca que los duplicaba eternamente. Quizas él era su abuelo; y su abuelo, Borges. Quizás el que escribe estas líneas ya no sea yo, sino José Luis o Don José Enrique. O quizás todos hayan escrito la carta. La verdad que ya no se muy bien quién escribe estas líneas, ni para quién era la correspondencia.
Lo único que se aventuró a hacer fue salir de la biblioteca y darle un beso a su abuela. Él sabe que don José Enrique lo hubiese querido así.
CFM
2009